Mi nombre es Mónica
Lehder. Soy hija de un narcotraficante. Suena fuerte, lo sé, pero es mi
realidad. En este mundo nací, pese a esto nunca he llevado una vida de hija de
capo. El dinero no me ha sobrado y entendí desde muy pequeña el valor del
trabajo. Tengo 27 años, de los cuales no he pasado un mes con mi padre, Carlos
Lehder Rivas, quien fue extraditado hace 23 años a Estados Unidos.
Nací en Armenia,
Quindío. Mi infancia la recuerdo como una etapa plena de mi vida. La magia de
la inocencia no permite que los problemas y los dolores se traguen la energía
de vivir. Crecí rodeada de familiares y amigos, acompañada y protegida por el
cariño. Desde muy pequeña sabía cuál era la situación de mi papá y la razón de
su ausencia. Sin embargo, no entendía la magnitud del problema y creía que todo
iba a terminar rápido, que pronto íbamos a ser una familia completa, pero
obvio, no ha sido así.
A los 9 años mi mamá y
yo nos fuimos a vivir a Estados Unidos. Queríamos estar cerca de él, creíamos
que así serían más fáciles las visitas y nuestras vidas. Lo único que queríamos
era estar juntos y luchar por su libertad. Allí lo conocí. Tenía algunas
imágenes de él en mi cabeza, todas con el fantasma de la prisión de fondo,
guardaba fotos de cuando era niña y me llevaban a visitarlo, pero como lo
extraditaron cuando tenía cuatro años, ésta fue la primera vez que nos
encontramos como dos personas conscientes de lo que vivíamos. Desde ahí mi vida
cambió para siempre. Por primera vez lo pude sentir como padre; mirar en sus
ojos, guardar su olor, sentir su sangre palpitando en un abrazo. Las visitas
eran muy estrictas, siempre con un policía al lado, pendiente de cada palabra,
de cada movimiento, y si algo extraño ocurría cancelaba el encuentro.
Ese día estuve con él
cuatro horas. Era una visita corta, porque al siguiente día era la entrevista
larga. Esa noche nos acostamos con la ilusión de un nuevo encuentro, pero nunca
llegó. Los oficiales decidieron que ya había sido suficiente. Nunca supimos el
porqué del cambio. Los americanos nunca dan explicaciones. Desde entonces,
empezamos una nueva carrera por verlo. Cuando cumplí 12 lo vi por última vez
antes de regresar a Colombia, pues eran tan difíciles los trámites de las visitas,
tan lentos y dolorosos, que decidimos volver. Nos dijeron que desde Colombia se
nos facilitaría el proceso porque, supuestamente, tendríamos visa permanente
para poder verlo cuando quisiéramos.
Cuatro años después de
haber partido, volvíamos a Armenia a seguir nuestras vidas. Había quedado un
cierto gusto a frustración, pero también un rezago de esperanza. Al regresar
empezó una nueva etapa en mi vida, nuevo colegio, nuevos amigos, nuevos
profesores. Volver con el resto de mi familia después de tantos años, regresar
a la ciudad donde nací, donde, en algún momento, fuimos felices, sin problemas
y sin discriminación, pero también quedamos con la tristeza de haber dejado a
mi padre lejos.
En ese instante empecé
a despertar, a entender la situación, a vivirla con intensidad. Ahí fui
consciente de mi historia y de lo que se venía, de que en realidad mi padre no
estaba conmigo y que lo necesitaba.
En mí, en mi historia,
mi madre ha tenido una influencia muy fuerte. Siempre ha sido amiga, compañera
y confidente. Ella ha luchado mucho para sacarme adelante y a punta de
organizar la comida para eventos y fiestas nos hemos mantenido. Gracias a ella
crecí como una persona normal, sin odios ni resentimientos con mi padre. Ella
me mostró su lado humano y me enseñó a sentirme orgullosa de mí misma. Me
enseñó, que sin importar los obstáculos, podría lograr lo que quisiera, siempre
que lo hiciera con amor y honestidad. Por ella es que he podido cargar con
esto, gracias a ella, a mi abuela y al resto de mi familia materna. Son las
bases de mi vida.
Las promesas que nos
hicieron los oficiales norteamericanos nunca fueron cumplidas. Nuestras visas
fueron canceladas. En ese momento sentí que mi mundo se derrumbaba. Año tras
año íbamos a la embajada, y año tras año nos la negaban. Yo crecía, pasaban
cumpleaños, navidades, momentos especiales como mis 15 y mi grado del colegio,
y yo seguía sin él.
Así pasaron ocho años,
hasta que en una de las tantas idas a la embajada por fin me dieron un permiso
de entrada a la prisión. Empecé a organizar el viaje, pero era complicado,
porque, a pesar del mito de las huacas de los capos, mi familia no es
adinerada, es una familia trabajadora que vive del día a día. No vivimos del
narcotráfico. La gran fortuna que algún día tuvo mi padre nunca fue parte de mi
vida. Hacer un viaje de estos, de un momento a otro, es difícil. Era un viaje
largo y costoso para un par de semanas, pero llevaba tanto esperando este
momento que no lo iba a desaprovechar. Vendí las cosas de valor que tenía, un
amigo de infancia, que sabía lo importante que era para mí verlo, me regaló los
tiquetes. Los otros gastos corrieron por parte de mis tíos.
La prisión en la que
estaba era al norte del país, al borde con Canadá. En un sitio lleno de bosques
fríos y solitarios, aislado de todo. La ciudad más cercana quedaba a ocho horas
en carro o a 14 en bus. Cerca no hay aeropuertos ni estación de tren. Fue un
viaje muy largo, la ansiedad se apoderaba de mí minuto a minuto. Finalmente,
logré llegar a Sandstone, Minnesota. Allí me recibió la familia de un compañero
de celda de mi padre. Ellos eran los encargados de llevarme a la prisión.
Después de una larga noche, en la que dormí poco, llegó la mañana de la primera
visita.
Nos acercamos a una
cabina telefónica donde uno anuncia al preso que viene a visitar; sale un
policía y te lleva a una oficina para llenar los formularios que autorizan la
entrada. Los guardias quedaron aterrados cuando supieron que yo venía desde
Colombia. No podían creer que alguien hiciera un viaje tan largo por una visita
de fin de semana. Es muy poca la gente que visita esa prisión y, por supuesto,
mucho menos la que visita a mi papá. Las únicas autorizadas para entrar somos
mi mamá, mi hermana y yo.
Entré a la sala de
visitas a esperar a que lo trajeran. Los nervios crecían y crecían. Ocho años
sin verlo. Toda una tortura. Y así fue, abrieron la puerta y ahí estaba él, con
su uniforme y esposado. Le quitaron las esposas y lo dejaron entrar a
saludarme. Recuerdo con claridad sus palabras “Pelusita…. Tú tan guapita venir
hasta acá por mí”. Me dio un beso y me abrazó. Nos miramos con cara de asombro,
como dos extraños conocidos. Tratábamos de contener las lágrimas, porque
sabíamos que no había tiempo para llorar, sino para compartir y disfrutar al
máximo.
La visita empezó a las
ocho de la mañana y terminó a las tres de la tarde, pero el tiempo pasaba muy
rápido, se hacían muy cortas las horas. Teníamos muchos años que contarnos.
Eran 20 sin él, toda mi vida, mil historias que contar.
Esa vez, que fue la
última que lo vi, pude estar con él dos fines de semana seguidos, hablamos de
muchas cosas, sobre todo del futuro y de la libertad, pensábamos que llegaría
pronto. El último fin de semana que nos vimos la euforia empezó a opacarse, la
despedida se asomaba y la nostalgia se colaba entre nosotros. Finalmente llegó
el momento del beso final, de la despedida. La incertidumbre de no vernos en
mucho tiempo nos asaltó, el miedo de no verlo más. Era la pugna entre el miedo
y la esperanza, cómo lo vería la próxima vez: en prisión o en libertad…. Por
momentos me imaginaba salir corriendo con él, pero cómo decírselo si sabía que
le iba a doler, se sentiría impotente de no poder hacerlo. Todo quedó en un
doloroso silencio y con una mirada cómplice a la distancia, pero reafirmamos el
amor de padre e hija, un amor que hoy sigue intacto.
Ya llevo siete años
sin verlo, pues la Embajada Americana dijo que había sido un error darme la
visa. Argumentó que por estar preso en Estados Unidos su familia no tenía
derecho a visa, que por él haber sido narcotraficante, yo también lo era y que
lo único que podíamos hacer era pedirles perdón a los Estados Unidos, y que
pronto así estudiarían mi caso. Me negué a hacerlo porque yo no tenía que pedir
perdón por algo que no había hecho. ¿Cómo yo, de 21 años, me iba a declarar
narcotraficante ante el mundo sin serlo? ¿Acaso los errores de los padres los
heredan los hijos?
Soy consciente de que
mi padre cometió un grave error en su vida y que está pagando caro por ello,
tan caro, que cumplió su sentencia hace tres años y todavía está preso. No dan
explicación, no dicen por qué, tampoco lo dejan ver de su familia ni de nadie
dizque porque las visitas consulares están canceladas. Está totalmente aislado
del mundo, sin explicación alguna.
Esto es un pequeño
relato de lo que hace el narcotráfico. No es como todo el mundo lo piensa:
plata fácil, fortunas inmensas, lujos, aviones, carros, islas y fiestas.
También es dolor, problemas, separaciones, soledad, lágrimas, infelicidad. Es
estar separado de lo único importante en la vida: la familia, el cariño, la
libertad. Hoy ruego a Dios que ilumine a los gobiernos colombiano y americano
para que se den cuenta de que lo único que pedimos es que revisen el caso de mi
padre y, como se lo dije a Uribe, que no dejen a los extraditados en el olvido
y que me concedan una visa para algún día poder volver a verlo.
te deseo mucha fuerza.
ResponderBorrarPerdónalos como nosotros perdonamos a los que nos ofenden ! ( ojalá puedas ver de nuevo a tu padre... soy papá y uff me dolió el corazón de imaginarlo, que impotencia ) Dios te bendiga
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